Edición de caja-carpeta con una serie de 4 piezas de obra gráfica de  LUIS GONZÁLEZ-ADALID sobre el poema homónimo de EUGENIO CASTRO.
Impresiones realizadas con tintas minerales sobre papel Creyse blanco de 240gr, a partir de dibujos digitales, intervenidas pieza a pieza con aguada de acrílico y grafito.
Edición realizada en Madrid, en octubre de 2000, en el taller del artista.
Edición limitada. De cada una de las matrices originales se han realizado 30 copias, numeradas del 1/30 al 30/30, mas 2 pruebas de artista, PA/1 y PA/2, para colaboradores.

«El oído inconcluso» obra gráfica de Luis G. Adalid /  poemas de Eugenio Castro.
Tamaño obras: 29 x 29 cm. / Tamaño caja-carpeta: 31 x 31 cm
360 € (mas costes de envío según destino)

 


EL OÍDO INCONCLUSO
(Eugenio Castro)

Sólo se oye el auxilio del silencio,
exangüe en las dependencias de la vida lateral.
Mas el grito de la sangre se da al afuera
y ofrenda su luz al día.

Malherido, el silencio se manifiesta
en el costillar que cruje,
roto como el aire por una violencia técnica.

Repliegue denso de una misma vastedad,
el silencio se propaga en la corriente del temblor,
remontando a la velocidad que rasga la oscura
membrana del aturdimiento,
sopor sin tiempo que asciende
y suelta sus espejismos.

Lo que profiere su voz abundante,
como una amplitud de cielo,
amplifica el silencio,
cima justa a la que se rinde la lengua.
Pero, ¿qué conmueve el cuerpo del silencio
y lo asoma a su caída?
Mirando hacia abajo, en la parte alta de la luz,
se puede ver su nervadura como un océano sedimentado
en el que liba el rayo. Por su pared asciende un lagarto
que saca la lengua al aire y lo parte en dos.
El hombre se arrima a esta sombra dobleblanca y le cede
su cuerpo, que lo acoge y siembra en su espinazo
una simiente de hierba fresca. Aviso de emboscadura,
esta cresta ritualiza la vegetalización del silencio
y vertebra un andar aborigen.

El silencio no es inofensivo.
Su violencia es un derrame de confín.
Remonta y erosiona. Modela un sueño
a imagen del reposo. Allí también discurre,
arrebujado en el paroxismo de la luz meridional,
cuando la tierra rebosa de lustre
y destina su vaho acristalado a los ojos
anteriores a los ojos.

Lo que así emana es un humor que tensa las venas
de la propia mudez, se adhiere a su caudal y aclara
su garganta para hacer más perfecto su grito,
un hálito bestial que expulsa su sustancia salina
y que el hombre aloja en sus papilas
para una más serena degustación del miedo.

La baba del asombro encharca
las tierras del silencio y lo embarra.
De ahí se extrae el pigmento del propio
embellecimiento, que inviste el rostro
con los colores de una quemadura
de viento, de agua, de arena.

Tomo la saliva del silencio y ennegrezco.
En mí ha poseído su origen,
de cuando dormía en las piedras
y remontaba hasta lo físico.
Por esa pendiente sube, como asfixia y voluptuoso,
ocupando.

Mientras tanto la claridad persiste y se derrama.
Emana desde el lugar no hablado.
Afuera la jara cuida su lumbre amarilla.
Una culebra ondula los bajos del viento.
Nada quebranta el diálogo del guijarro
con la mano ensoñada.
El silencio no oculta ni su gracia ni su gravedad,
espiralizado en el remolino que sube
y edifica su violencia.

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